Nuestra vecina entrometida consiguió que remolcaran nuestros coches de nuestra entrada. Pagó un precio muy alto.
Sonrió mientras se llevaban nuestros coches, convencida de haber ganado una batalla vecinal. Pero a la mañana siguiente, estaba en su porche, en shock, ante un error de 25.000 dólares que jamás olvidaría.

Jack y yo solo habíamos pasado una noche en la casa. Era un pequeño piso de alquiler, de una sola planta, enclavado en un tranquilo barrio residencial. Ladrillos color canela. Persianas verdes. Un césped irregular que parecía no haber sido regado desde la primavera.
Solo estábamos allí por trabajo temporal. Nada a largo plazo. Nada emocionante.
Apenas habíamos terminado de desempacar la cafetera cuando sonó el timbre.
Jack gimió: «Todavía no tenemos las cortinas puestas».

Miré por la mirilla. "Bueno, parece que ya llegó el Comité de Bienvenida".
Él echó un vistazo. "¡Uf! Lleva galletas".
Abrí la puerta.
Allí estaba una mujer con un cárdigan rosa pastel, una diadema a juego y pantalones capri blancos. Su sonrisa era radiante, pero ¿sus ojos? Demasiado ocupados para alguien que repartía repostería.